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Secuencia de infinitos

"Yo sigo generando infinitos, es lo que hago mejor"
~ Leyva.

Fue un consenso, una elección mutua atestiguante del verano que fecho nuestra primera cita cuando nos permitimos suceder la tarde en el Mugen, un café judío de la Roma, el favorito de Alexandra.
Aquel día, al exterior el sol blanquecino bañaba las calles previo a su puesta, las hojas de los cipreses bailaban con el viento mientras las aves se posaban tras hallar un refugio seguro en ellos, llamando al canto, sumando al ambiente la creación de una esfera natural formada azarosamente por la concurrencia, el sin querer provocado por la propuesta de aquella musa.
¿Quieres ir? una pregunta que pretende elegir el destino, tal como lanzar una moneda al aire con la respuesta predicha, yo he aceptado al instante, aunque en el fondo me parecía una ironía nombrar en japonés un lugar de ese tipo y sabiendo que “Mugen” es también “Infinito”, pero al fin de cuentas, era solo eso, un nombre, el resto de experiencia sensorial era tan armonioso que daba cierto abrigo a mí introspección callada, un lugar tenue que hacía jugar luces rojas y azules proyectadas sobre telas aterciopeladas, el resto de la escena había sido acondicionado con utilería añeja que al mismo tiempo daba un efecto de simulación barroca, y por supuesto como complemento distinguido, Bach integrándose despacio en un fondo musical que transportaba hacia una ventana de tiempo pasado, ese rezago de años que solo se cuentan a través de la belleza trascendente de las páginas históricas.

Sentados a la mesa se dejaba ver la espiral de Fibonacci, una elíptica seguida despacio por los dedos de Alexandra mientras que yo llamaba al mesero y la carta. A la espera la conversación le fluía y su tono de voz moldeaba el viento alrededor del lugar, hasta fundirse con la experiencia, fue ese momento en el que noté cómo las velas proyectaban nuestras sombras sobre la geométrica de la mesa de madera y Alexandra tomando la referencia describió como magia a la manera en que cierta sucesión de eventos naturales nos llevan a coincidir, como la suma de esos acontecimientos crean anécdotas y recuerdos, uno mas uno son dos, uno más dos da tres, tres más dos son cinco y así sucesivamente mientras más sumes hasta el infinito…
- ¿Entiendes?, ¿Imaginas cuántos recuerdos podríamos sumarnos?. Preguntó.
- ¿Cuántos quieres?. Respondí, mientras ella sonreía con una sonrisa tierna a flor de labios, hipnótica, la causa justa de un emigrante reconociendo como su patria a los pliegues de una boca imposible de no desear.
La recomendación de la casa fue un vino de gran reserva Vega Cicilia, envejecido a resguardo de una barrica acorazada y forjada suavemente con cortezas de cedro, a tras luz impactaba un tono carmesí brillante, piernas gruesas y aromas dados por un terruño cálido y notas de caramelo cereza, una botella descorchada sobre el decantador que nos llevó tras copas como el caudal de un río que desemboca en el océano del amor apasionado de dos desconocidos con sed, seres sujetos al deseo y la esperanza por el consuelo de haberse encontrado.
A la conciencia de nuestro encuentro ambos sabíamos que veníamos de lugares distintos y aunque trabajábamos en giros diferentes las causas nos llevaron a contactar como empresa por intereses de negocio, conocerle en la primera vista fue una impresión de locura al hallarle poseedora de un nombre hermoso digno de ser elogiado, una aroma fresco que solo poseen los bosques y el campo en primavera, un cabello cobrizo estilizado a la simetría de su cara y hermosos ojos castaños adornados con lentes Matisse que le acompañaban.
Hasta ese momento nos conocíamos por el trabajo pero poco a poco nuestras conversaciones en chat se transformaron en encomios como si fuesen escritos en cartas de papel satinado, timbradas con un sello de cera y enviadas kilómetros por tren hasta el buzón de quien las espera.
Ese trato, esa construcción de quienes se descubren tras una insólita reacción sorpresiva, dió paso hacia el andar del tiempo que nos llevó por la senda de la serendipia, conectándonos en un momento valioso dónde hasta las manecillas del reloj dejaron de tener cuerda, pausando nuestro entorno, fundiendo el capricho y dejando de lado cualquier arquetipo dudoso o cliché culposo.
Alexandra no paraba de sonreír, suspiros escapaban de mi alma, no me había imaginado que siendo ajenos en una ciudad extraña nos llevaría a ese punto, los sentidos, la experiencia, el anhelo, la coincidencia, una cita en el Mugen, cena y compañía, velas que incendiaban la proyección infinita de Fibonacci para desearnos en la eternidad de los días.
- ¿Qué más podría pedir?. Me preguntaba, que sí no es así desearía no desear nada. 
Sin embargo he encontrado todo, las suma elíptica de momentos, su voz, su risa, su magia.
Alexandra tiene todo para mí, yo que antes de eso conservaba el atontamiento de los que han mirado demasiado hacia un abismo sin fondo, sin fe, pero ahora miro desde mí barca el mar de cerca, un océano cristalino que refleja el codiciado Edén del explorador aventurado, la poesía enigmática de un sueño ardiente, Alexandra tiene todo y es en este punto que la buena intención de ser con ella me da razón de saber que sin ella, no soy ni podría ser nada. 
Alexandra todo. Sin ella nada.

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